Editorial: Tropo
No había leído nada de Carlos Castán, (Barcelona, 1960) pero en adelante me confieso un devoto de su obra. Cuando asista a una librería trataré de buscar todos los libros que ha escrito y los compraré y si no hay los solicitaré por encargo. Emociones aparte; diré una verdad: hay libros que en medio del ritual de su lectura animan a los escritores a sentarse a escribir, funcionan como elementos estimulantes debido al sutil mecanismo empleado por el autor. Asimismo, hay libros que a uno le otorgan el gusto de la posesión, por sujetarlo a medida que se saborea cada página, cuando el ruido lo causa el papel. Es el gusto por revisar, oler, en la pausa previa al entendimiento de lo que se cuenta. En el caso de Museo de la Soledad, cada relato nos ahoga y uno, como lector, rearma la historia preguntándose por la manera en que se la han contado pues hay una transparente sensación de que se nos ha dicho todo de cómo es que transcurre en realidad la vida. Todos los relatos que componen este maravilloso libro se caracterizan por conseguir una visión pocas veces encontrada en la narrativa actual. Hasta antes de leer Museo de la soledad consideraba que había una clara diferencia entre los que escriben bien y mal, parafraseando Truman Capote, pero con Castán y su museo solitario me arriesgo a decir que hay una notable diferencia entre los que escriben bien y el arte verdadero. Hay un conciso dominio del lenguaje, donde el juego entre tiempo y espacio se sostienen para adentrarnos en el universo de su obra. Si tuviera que elegir una palabra para hablar de las historias que componen el libro, sin destripar el contenido, elegiría la palabra “pérdida”, porque es así como uno se halla mientras lee cuando la confusión hace de un instante una venganza de vida, por poner un ejemplo. Los personajes de Castán idealizan al amor, se deterioran, intentan vivir lo no vivido y se resignan y aceptan las cosas imposibles; son honestos y crueles hasta consigo mismos en el universo de quien las narra, como el último grito en el que se aspira encontrar una sana respuesta. En las diversas voces que Castán ha elegido con acierto, el lector se ve invadido de una suerte de bombardeo sutil, que no es más que resultado de quien posee oficio. Vidas paralelas, sueños incompletos, un museo de trastos viejos que le dan nombre al título del libro, un museo de la soledad, pues es cierto que la soledad tiene mucho de pasado, de nostalgia rota, de vacío extraviado, de llanto contenido, de amargura no siempre canosa. Es acertado que además de un dominio del lenguaje, su prosa se manifieste mediante giros poéticos contenidos. Es un libro triste pero porque es cierto que “no hay manera de arrancarse el peso de ciertas derrotas” y en parte, aunque suene raro, esperanzador, pues: “Quizá, no sólo fieras acechan en la niebla”. Con Castán no hay pérdida, agonía tal vez sí, arte desde luego y aunque por momentos se le encuentra algo de Carver ,de Kjell Askildsen o Ribeyro, hay un universo muy suyo, como un museo de su obra, tan particular, como los temas elegidos para contarnos como es en realidad la vida. Con sus sueños, sus epopeyas ridículas y esos momentos que vivimos en fotografías que rastrean por siempre en nuestro interior.
No había leído nada de Carlos Castán, (Barcelona, 1960) pero en adelante me confieso un devoto de su obra. Cuando asista a una librería trataré de buscar todos los libros que ha escrito y los compraré y si no hay los solicitaré por encargo. Emociones aparte; diré una verdad: hay libros que en medio del ritual de su lectura animan a los escritores a sentarse a escribir, funcionan como elementos estimulantes debido al sutil mecanismo empleado por el autor. Asimismo, hay libros que a uno le otorgan el gusto de la posesión, por sujetarlo a medida que se saborea cada página, cuando el ruido lo causa el papel. Es el gusto por revisar, oler, en la pausa previa al entendimiento de lo que se cuenta. En el caso de Museo de la Soledad, cada relato nos ahoga y uno, como lector, rearma la historia preguntándose por la manera en que se la han contado pues hay una transparente sensación de que se nos ha dicho todo de cómo es que transcurre en realidad la vida. Todos los relatos que componen este maravilloso libro se caracterizan por conseguir una visión pocas veces encontrada en la narrativa actual. Hasta antes de leer Museo de la soledad consideraba que había una clara diferencia entre los que escriben bien y mal, parafraseando Truman Capote, pero con Castán y su museo solitario me arriesgo a decir que hay una notable diferencia entre los que escriben bien y el arte verdadero. Hay un conciso dominio del lenguaje, donde el juego entre tiempo y espacio se sostienen para adentrarnos en el universo de su obra. Si tuviera que elegir una palabra para hablar de las historias que componen el libro, sin destripar el contenido, elegiría la palabra “pérdida”, porque es así como uno se halla mientras lee cuando la confusión hace de un instante una venganza de vida, por poner un ejemplo. Los personajes de Castán idealizan al amor, se deterioran, intentan vivir lo no vivido y se resignan y aceptan las cosas imposibles; son honestos y crueles hasta consigo mismos en el universo de quien las narra, como el último grito en el que se aspira encontrar una sana respuesta. En las diversas voces que Castán ha elegido con acierto, el lector se ve invadido de una suerte de bombardeo sutil, que no es más que resultado de quien posee oficio. Vidas paralelas, sueños incompletos, un museo de trastos viejos que le dan nombre al título del libro, un museo de la soledad, pues es cierto que la soledad tiene mucho de pasado, de nostalgia rota, de vacío extraviado, de llanto contenido, de amargura no siempre canosa. Es acertado que además de un dominio del lenguaje, su prosa se manifieste mediante giros poéticos contenidos. Es un libro triste pero porque es cierto que “no hay manera de arrancarse el peso de ciertas derrotas” y en parte, aunque suene raro, esperanzador, pues: “Quizá, no sólo fieras acechan en la niebla”. Con Castán no hay pérdida, agonía tal vez sí, arte desde luego y aunque por momentos se le encuentra algo de Carver ,de Kjell Askildsen o Ribeyro, hay un universo muy suyo, como un museo de su obra, tan particular, como los temas elegidos para contarnos como es en realidad la vida. Con sus sueños, sus epopeyas ridículas y esos momentos que vivimos en fotografías que rastrean por siempre en nuestro interior.
No hay comentarios:
Publicar un comentario