26.5.10

Museo de la soledad

Autor: Carlos Castán
Editorial: Tropo

No había leído nada de Carlos Castán, (Barcelona, 1960) pero en adelante me confieso un devoto de su obra. Cuando asista a una librería trataré de buscar todos los libros que ha escrito y los compraré y si no hay los solicitaré por encargo. Emociones aparte; diré una verdad: hay libros que en medio del ritual de su lectura animan a los escritores a sentarse a escribir, funcionan como elementos estimulantes debido al sutil mecanismo empleado por el autor. Asimismo, hay libros que a uno le otorgan el gusto de la posesión, por sujetarlo a medida que se saborea cada página, cuando el ruido lo causa el papel. Es el gusto por revisar, oler, en la pausa previa al entendimiento de lo que se cuenta. En el caso de Museo de la Soledad, cada relato nos ahoga y uno, como lector, rearma la historia preguntándose por la manera en que se la han contado pues hay una transparente sensación de que se nos ha dicho todo de cómo es que transcurre en realidad la vida. Todos los relatos que componen este maravilloso libro se caracterizan por conseguir una visión pocas veces encontrada en la narrativa actual. Hasta antes de leer Museo de la soledad consideraba que había una clara diferencia entre los que escriben bien y mal, parafraseando Truman Capote, pero con Castán y su museo solitario me arriesgo a decir que hay una notable diferencia entre los que escriben bien y el arte verdadero. Hay un conciso dominio del lenguaje, donde el juego entre tiempo y espacio se sostienen para adentrarnos en el universo de su obra. Si tuviera que elegir una palabra para hablar de las historias que componen el libro, sin destripar el contenido, elegiría la palabra “pérdida”, porque es así como uno se halla mientras lee cuando la confusión hace de un instante una venganza de vida, por poner un ejemplo. Los personajes de Castán idealizan al amor, se deterioran, intentan vivir lo no vivido y se resignan y aceptan las cosas imposibles; son honestos y crueles hasta consigo mismos en el universo de quien las narra, como el último grito en el que se aspira encontrar una sana respuesta. En las diversas voces que Castán ha elegido con acierto, el lector se ve invadido de una suerte de bombardeo sutil, que no es más que resultado de quien posee oficio. Vidas paralelas, sueños incompletos, un museo de trastos viejos que le dan nombre al título del libro, un museo de la soledad, pues es cierto que la soledad tiene mucho de pasado, de nostalgia rota, de vacío extraviado, de llanto contenido, de amargura no siempre canosa. Es acertado que además de un dominio del lenguaje, su prosa se manifieste mediante giros poéticos contenidos. Es un libro triste pero porque es cierto que “no hay manera de arrancarse el peso de ciertas derrotas” y en parte, aunque suene raro, esperanzador, pues: “Quizá, no sólo fieras acechan en la niebla”. Con Castán no hay pérdida, agonía tal vez sí, arte desde luego y aunque por momentos se le encuentra algo de Carver ,de Kjell Askildsen o Ribeyro, hay un universo muy suyo, como un museo de su obra, tan particular, como los temas elegidos para contarnos como es en realidad la vida. Con sus sueños, sus epopeyas ridículas y esos momentos que vivimos en fotografías que rastrean por siempre en nuestro interior.

Los Pichiciegos


Autor: Fogwill

Editorial Periférica


Una guerra es un malentendido a veces inevitable. Hay soldados que luchan negándose a la guerra en vez de abanderarse con perversos símbolos idiotas. Hay otros como “Los Pichiciegos”, Fogwill, (Buenos Aires 1941), que prefieren crear una estrategia de supervivencia, no tanto por el odio, sino por el desconcierto de lo que se avecina. Tranzar con el enemigo es tarea imposible pero ellos, muertos de hambre, asumiéndose muertos en vida, salen en busca de alimento o baterías y tienen su Pichicera lista para el ataque. La mayor parte ha venido de provincia a conformar ese batallón donde los Reyes Magos desatan el truco que los salva y aman su país y sueñan con regresar a casa pronto, pero admiran la sofisticación del armamento inglés, cuyos solados bien alimentados, rosados y de ojos grises, miran con lástima al enemigo argentino. El cielo es la fiesta de los Harriers que lanzan proyectiles y calientan el aire con su sobrevuelo y peor aún son los helicópteros que recorren la isla que se ha convertido en una trampa. Pero todo llega, tarde o temprano, como se dice, incluso el día de la rendición, cuando no queda mayor remedio que correr con un papelito en la mano y hacer la cola entre los rendidos. Según dicen, Los Pichiciegos fue escrita en el transcurso de dos semanas, aunque hay quienes aclaran que fueron solo dos días, haciendo un paralelo con el corto tiempo que se tomó Kerouac para escribir En el Camino. Cierto o no, Los Pichiciegos es la conclusión antes del fin. En sus más de doscientas páginas se desata desde un inicio la trama de lo que en adelante será el eje conductor de la historia de aquellos que se ocultan al igual que animales en el campo. Fogwill se recrea con el lenguaje, hace pausas justas y nos conduce por su inagotable laberinto de palabras, fabula con maestría, sumergiéndonos en paralelismos de los que aflora con casco de soldado e ileso como un Pichiciego. Si hay un interés en conocer de cerca la obra de este magistral narrador que podría estar considerado entre lo mejor de la actual narrativa argentina, no debe dejar de asomarse por esta trinchera, tan contemporánea como quijotesca que es los Pichiciegos, porque es la historia de algo que no suele ocurrir en una guerra, es la historia no contada, la más imaginada porque todo soldado tiene un bichito adentro que le golpea preguntas. Y es ahí donde la intención funciona porque es audaz, porque así como hay gusanos que se arrastran escondidos bajo tierra, también los Pichiciegos miran sin dejarse mirar, corren temerosos de volar como ovejas que al pisar una mina saltan por el aire. Hay una tensión estudiada en la historia. En los diálogos tan informativos como burlescos donde la canallada y las grandes diferencias logísticas entre uno y otro bando dan por concluida la guerra desde un principio, pero la condición de Pichi a veces es desesperante por el temor de lo que se avecina. Cuando la idea de la supervivencia se ve reducida a un deterioro prolongado es la muerte la que acecha. Ya no importan tanto los fríos, lo que menos se quiere es quedar convertido en un helado, el pelo se cae, la barba ha crecido y la piel es oscura y con brillo, gritan “mamá” al cielo y fuman, cuando hay tabaco, llenos de desgano, a la espera del final, dispuestos incluso hasta dar una mano con tal de salvarse. En esa absurda desequilibrada guerra la técnica de Fogwill es un contagio de pericia, como si se tratara de una estrategia de ataque en la que pone sus armas ocultas en un principio para luego mostrarlas de a pocos cuando ya es un logro la historia que nos ha narrado, cuando el final se acerca de manera inesperada, en la voz de un narrador que desde un inicio se ha portado como un valiente Aníbal.

25.5.10

Siete maneras de matar un gato

Autor: Matías Néspolo

Editorial: Los libros del lince


Hay dos maneras, “por las buenas o por las malas”, el resto es miseria en una sociedad donde la autoridad controla y negocia con traficantes, nada nuevo por cierto, en el reino de los perdedores. Lo novedoso, sin embargo, es el mecanismo trabajado por el autor para introducirnos en un ambiente tenso donde predomina el misterio y la amistad se pierde, se compra el orgullo y se navega en el falso recuerdo de la decepción y el hambre del ahora. En siete maneras de matar un gato, (Matías Néspolo, Buenos Aires, 1975) el Gringo, descubre a Moby Dick y se interna en sus páginas en la medida que inicia sus correrías para salir de un aprieto como una ballena blanca que lucha por evitar el arpón; el escenario de juego es el bar del Gordo Farías, ambicioso y capaz de regalar a su hija. El Chueco tiene una pistola y es avieso, pero no tanto como el retorcido Jetita que se las va a jugar todas y al quique le falta infancia pero le gusta la idea de ser malo y grande como el Tony. En esta historia llena de imágenes realistas cargada de personajes que tienen los días contados, el autor hace gala de su habilidad para mostrarnos un lenguaje callejero cuya musicalidad abre camino en cada capítulo minimalista. Todo empieza con un gato, una conversación y una propuesta en plan broma, el resto queda en manos de la calle y sus leyes y en los graves favores. Atravesar la frontera del dominio tiene precio y Zavaleta es una cárcel minada donde sólo el que sabe pisa bien para no explotar. Es una historia de enfrentamientos donde la estructura denota un trabajo articulado que deja sembrada la duda y va revelando de a pocos lo que empieza a suceder como si se tratara del paso ordenado del tiempo, se entrevé la cruda realidad latinoamericana donde de un momento a otro todo se tuerce y sin recurrir a la exageración el autor nos pinta un mapa devastador de ese humilde territorio argentino poco conocido y rebelde; es la historia de unas vidas que se asumen perdidas mucho antes de su agonía.