15.4.11
Egipto
El Baile
6.12.10
Mi abuelo
Editorial Periférica
Novela minimalista compuesta por signos a lo largo de toda su estructura. Breve historia confesional protagonizada por los integrantes de una familia. En Mi Abuelo, Valerie Mejren, (París, 1969) predomina lo cotidiano con una cuidada prosa, ingenua a veces, pero certera a la hora de generalizar. Sabedora de que en cada detalle surge un efecto causado por la acción que lo circunda; que lo impulsa a la próxima revelación de la familia, siempre de la familia. Es como si mantuviera una deuda con su pasado, como si quisiera dejar en claro, momentos simples que conforman una vida, pero que no necesariamente son las típicas celebraciones que guardamos en una foto; sino más bien, hechos desapercibidos que transcurren en casa, palabras que nuestro padre o madre repetían. El dolor de saber a un ser perdido. La alegría ante momentos inesperados. Son sensibles trazos escritos para transportar al lector a una suerte de nostalgia. A un vacío. Basta abrir cualquier página para entender que su minimalismo visual es una provocación. En sí, cuando uno pasar las páginas de este pequeño libro nota que se le está contando una historia, de amores, desamores, odios directos y discretos, pero que también no es intención de la autora para elaborar un texto con inicio desarrollo y final. Cada pequeña pincelada se sustenta por sí sola con dosis de esperanza, de ironía, de desconcierto, de amor al humor por el detalle. Puede que parezca un ejercicio fácil pero es todo un universo analizado por el ángulo de alguien que se asume presente y ausente a la vez. Sólo para poner unos cuantos ejemplos me tomaré la molestia de abrir el libro cuatro veces al azar: “Mi madre tenía muchas faltas de ortografía, un día me pusieron un 9 en un dictado, me soltó que la ortografía era la ciencia de los burros”. “En el baño, los grifos estaban demasiado cerca de la pila, de forma que era imposible lavarse las manos. Había que pegarlas a la loza y retorcer las muñecas”. Y así en la página 48: “teníamos que ir a la cena de Año nuevo con nuestro padre, pero mis hermanos no habían llevado ropa elegante. Decidieron hacer un viaje rápido a casa de nuestra madre que estaba fuera por unos días. Mi padre los acompañó y esperó en el coche. Mi madre había vuelto antes de lo previsto...” Dejo ahí la incertidumbre porque de lo contrario no tendría sentido escribir esto, ya que es más importante dejar que el lector viaje con la imaginación por un territorio que, desde luego le será familiar, se sentirá identificado y sucederá el milagro, pues este libro, tiene eso de los libros que después de su lectura nos ha dicho algo que no hemos leído pero que nos queda claro. “Mi padre nos dice que solo se puede confiar en la familia, porque los amigos se esfuman cuando hay que echar una mano”. Luego recién en la página 62 nos dice, “mi abuelo se llamaba Claude Blum”. Lo que me llamó la atención de este libro es su dosis de realidad, completamente distanciada de las modas, se adentra en un mundo personal con una propuesta distinta aunque haya quien la compare con George Perec, por su Me acuerdo, y salten por ahí especialistas que lanzan una verdad al aire para enmarcar a una escritora que estoy seguro, se guarda una historia que en el futuro dará que hablar. Celebro la búsqueda de nuevas estéticas, en el ambiente literario tan manoseado hoy en día.
26.5.10
Museo de la soledad
No había leído nada de Carlos Castán, (Barcelona, 1960) pero en adelante me confieso un devoto de su obra. Cuando asista a una librería trataré de buscar todos los libros que ha escrito y los compraré y si no hay los solicitaré por encargo. Emociones aparte; diré una verdad: hay libros que en medio del ritual de su lectura animan a los escritores a sentarse a escribir, funcionan como elementos estimulantes debido al sutil mecanismo empleado por el autor. Asimismo, hay libros que a uno le otorgan el gusto de la posesión, por sujetarlo a medida que se saborea cada página, cuando el ruido lo causa el papel. Es el gusto por revisar, oler, en la pausa previa al entendimiento de lo que se cuenta. En el caso de Museo de la Soledad, cada relato nos ahoga y uno, como lector, rearma la historia preguntándose por la manera en que se la han contado pues hay una transparente sensación de que se nos ha dicho todo de cómo es que transcurre en realidad la vida. Todos los relatos que componen este maravilloso libro se caracterizan por conseguir una visión pocas veces encontrada en la narrativa actual. Hasta antes de leer Museo de la soledad consideraba que había una clara diferencia entre los que escriben bien y mal, parafraseando Truman Capote, pero con Castán y su museo solitario me arriesgo a decir que hay una notable diferencia entre los que escriben bien y el arte verdadero. Hay un conciso dominio del lenguaje, donde el juego entre tiempo y espacio se sostienen para adentrarnos en el universo de su obra. Si tuviera que elegir una palabra para hablar de las historias que componen el libro, sin destripar el contenido, elegiría la palabra “pérdida”, porque es así como uno se halla mientras lee cuando la confusión hace de un instante una venganza de vida, por poner un ejemplo. Los personajes de Castán idealizan al amor, se deterioran, intentan vivir lo no vivido y se resignan y aceptan las cosas imposibles; son honestos y crueles hasta consigo mismos en el universo de quien las narra, como el último grito en el que se aspira encontrar una sana respuesta. En las diversas voces que Castán ha elegido con acierto, el lector se ve invadido de una suerte de bombardeo sutil, que no es más que resultado de quien posee oficio. Vidas paralelas, sueños incompletos, un museo de trastos viejos que le dan nombre al título del libro, un museo de la soledad, pues es cierto que la soledad tiene mucho de pasado, de nostalgia rota, de vacío extraviado, de llanto contenido, de amargura no siempre canosa. Es acertado que además de un dominio del lenguaje, su prosa se manifieste mediante giros poéticos contenidos. Es un libro triste pero porque es cierto que “no hay manera de arrancarse el peso de ciertas derrotas” y en parte, aunque suene raro, esperanzador, pues: “Quizá, no sólo fieras acechan en la niebla”. Con Castán no hay pérdida, agonía tal vez sí, arte desde luego y aunque por momentos se le encuentra algo de Carver ,de Kjell Askildsen o Ribeyro, hay un universo muy suyo, como un museo de su obra, tan particular, como los temas elegidos para contarnos como es en realidad la vida. Con sus sueños, sus epopeyas ridículas y esos momentos que vivimos en fotografías que rastrean por siempre en nuestro interior.
Los Pichiciegos
Autor: Fogwill
Una guerra es un malentendido a veces inevitable. Hay soldados que luchan negándose a la guerra en vez de abanderarse con perversos símbolos idiotas. Hay otros como “Los Pichiciegos”, Fogwill, (Buenos Aires 1941), que prefieren crear una estrategia de supervivencia, no tanto por el odio, sino por el desconcierto de lo que se avecina. Tranzar con el enemigo es tarea imposible pero ellos, muertos de hambre, asumiéndose muertos en vida, salen en busca de alimento o baterías y tienen su Pichicera lista para el ataque. La mayor parte ha venido de provincia a conformar ese batallón donde los Reyes Magos desatan el truco que los salva y aman su país y sueñan con regresar a casa pronto, pero admiran la sofisticación del armamento inglés, cuyos solados bien alimentados, rosados y de ojos grises, miran con lástima al enemigo argentino. El cielo es la fiesta de los Harriers que lanzan proyectiles y calientan el aire con su sobrevuelo y peor aún son los helicópteros que recorren la isla que se ha convertido en una trampa. Pero todo llega, tarde o temprano, como se dice, incluso el día de la rendición, cuando no queda mayor remedio que correr con un papelito en la mano y hacer la cola entre los rendidos. Según dicen, Los Pichiciegos fue escrita en el transcurso de dos semanas, aunque hay quienes aclaran que fueron solo dos días, haciendo un paralelo con el corto tiempo que se tomó Kerouac para escribir En el Camino. Cierto o no, Los Pichiciegos es la conclusión antes del fin. En sus más de doscientas páginas se desata desde un inicio la trama de lo que en adelante será el eje conductor de la historia de aquellos que se ocultan al igual que animales en el campo. Fogwill se recrea con el lenguaje, hace pausas justas y nos conduce por su inagotable laberinto de palabras, fabula con maestría, sumergiéndonos en paralelismos de los que aflora con casco de soldado e ileso como un Pichiciego. Si hay un interés en conocer de cerca la obra de este magistral narrador que podría estar considerado entre lo mejor de la actual narrativa argentina, no debe dejar de asomarse por esta trinchera, tan contemporánea como quijotesca que es los Pichiciegos, porque es la historia de algo que no suele ocurrir en una guerra, es la historia no contada, la más imaginada porque todo soldado tiene un bichito adentro que le golpea preguntas. Y es ahí donde la intención funciona porque es audaz, porque así como hay gusanos que se arrastran escondidos bajo tierra, también los Pichiciegos miran sin dejarse mirar, corren temerosos de volar como ovejas que al pisar una mina saltan por el aire. Hay una tensión estudiada en la historia. En los diálogos tan informativos como burlescos donde la canallada y las grandes diferencias logísticas entre uno y otro bando dan por concluida la guerra desde un principio, pero la condición de Pichi a veces es desesperante por el temor de lo que se avecina. Cuando la idea de la supervivencia se ve reducida a un deterioro prolongado es la muerte la que acecha. Ya no importan tanto los fríos, lo que menos se quiere es quedar convertido en un helado, el pelo se cae, la barba ha crecido y la piel es oscura y con brillo, gritan “mamá” al cielo y fuman, cuando hay tabaco, llenos de desgano, a la espera del final, dispuestos incluso hasta dar una mano con tal de salvarse. En esa absurda desequilibrada guerra la técnica de Fogwill es un contagio de pericia, como si se tratara de una estrategia de ataque en la que pone sus armas ocultas en un principio para luego mostrarlas de a pocos cuando ya es un logro la historia que nos ha narrado, cuando el final se acerca de manera inesperada, en la voz de un narrador que desde un inicio se ha portado como un valiente Aníbal.
25.5.10
Siete maneras de matar un gato
Autor: Matías Néspolo
Editorial: Los libros del lince
Hay dos maneras, “por las buenas o por las malas”, el resto es miseria en una sociedad donde la autoridad controla y negocia con traficantes, nada nuevo por cierto, en el reino de los perdedores. Lo novedoso, sin embargo, es el mecanismo trabajado por el autor para introducirnos en un ambiente tenso donde predomina el misterio y la amistad se pierde, se compra el orgullo y se navega en el falso recuerdo de la decepción y el hambre del ahora. En siete maneras de matar un gato, (Matías Néspolo, Buenos Aires, 1975) el Gringo, descubre a Moby Dick y se interna en sus páginas en la medida que inicia sus correrías para salir de un aprieto como una ballena blanca que lucha por evitar el arpón; el escenario de juego es el bar del Gordo Farías, ambicioso y capaz de regalar a su hija. El Chueco tiene una pistola y es avieso, pero no tanto como el retorcido Jetita que se las va a jugar todas y al quique le falta infancia pero le gusta la idea de ser malo y grande como el Tony. En esta historia llena de imágenes realistas cargada de personajes que tienen los días contados, el autor hace gala de su habilidad para mostrarnos un lenguaje callejero cuya musicalidad abre camino en cada capítulo minimalista. Todo empieza con un gato, una conversación y una propuesta en plan broma, el resto queda en manos de la calle y sus leyes y en los graves favores. Atravesar la frontera del dominio tiene precio y Zavaleta es una cárcel minada donde sólo el que sabe pisa bien para no explotar. Es una historia de enfrentamientos donde la estructura denota un trabajo articulado que deja sembrada la duda y va revelando de a pocos lo que empieza a suceder como si se tratara del paso ordenado del tiempo, se entrevé la cruda realidad latinoamericana donde de un momento a otro todo se tuerce y sin recurrir a la exageración el autor nos pinta un mapa devastador de ese humilde territorio argentino poco conocido y rebelde; es la historia de unas vidas que se asumen perdidas mucho antes de su agonía.
20.4.10
Paseador de Perros
Autor: Sergio Galarza
El narrador de esta historia es un futbolista frustrado, amante del Atletico de Madrid, escucha a los Magic Numbers y vive enfrentado a la sociedad por esa gran acumulación de taras que hay en la gente que la compone y que él, observa con olfato canino en sus diarios recorridos. Los personajes elegidos por Galarza rompen con el habitual estereotipo de las novelas escritas sobre grandes ciudades para presentarnos la realidad de un Madrid "ciudad de jorobas forzosas por el asco a pisar mierda" en su más cruda esencia. Esta novela contundetente goza de dominio narrativo adquirido a partir de una experiencia personal. Sergio Galarza, (Lima 1976), es un escritor joven pero que ya ha inciado una trayectoria en Perú con cuatro libros de cuentos publicados y no es casualidad que un autor elegido por Candaya y que empieza a jugar en grandes ligas, haya formado parte del ya mítico libro de cuentos Mac Ondo,cuyos textos que lo componen más allá de ser toda una provocación, en los noventa rompieron con la tradicición del realismo mágico para presentarnos una necesaria actualizada realidad. Ahora Galarza, se ha cambiado la camiseta, se ha mudado de país, pero sigue teniendo en la espalda el 10 y ha salido al campo de juego y ha pateado el balón en este laboratorio llamado Madrid por donde nos sumerge en la voz de su protagonista, por esa vida callejera, metáfora de la libertad que él no ha encontrado en la compañía de Laura Song, que no lo quiere tanto como él sueña. El narrador en el camino del lado b de su vida se encuentra al cuidado de un mapache. Cualquier cosa imaginó en “la ruta incierta de los anhelos” antes que verse obligado a cuidar de un mapache. Además tiene un jefe soñador, algunos amigos y en ocasiones es confidente de vecinos, entra en casas ajenas de viejos que se acercan a la muerte, se enfrenta a porteros que lo intimidan y se fija detenidamente en el mal gusto de algunos barrios periféricos de Madrid que le hacen rememorar a los barrios marginales de esa Lima que ya no es tan suya, le inquieta el mal vivir de ciertos inmigrantes que se satisfacen con la lectura de periódicos gratuitos. Busca alcanzar la paz y no cesa en su recorrido memorioso por las paredes que albergaron su añorado pasado limeño donde tal vez fue más feliz, de donde quizás nunca debió marcharse. Sergio Galarza en esta historia teje la vida de un personaje que sin llegar a ser del todo él, retrata el caos cotidiano de un trabajador inmigrante obligado a desempeñar un extraño oficio para sobrevivir. El libro, por momentos, tiene la crudeza melancólica que encontramos en el John Fante iniciático y desgarrador. Es una novela para disfrutar como si de un paseo se tratara. En toda la historia hay una potente voz interior cuyas reflexiones sencillas pero precisas, le otorgan una fuerza deslumbrante que el buen lector agradecerá y que notará desde la primera página. Después de leer Paseador de Perros uno se abandona a la calle y atisba a los perros con otros ojos. A lo mejor los mismos que tienen sus dueños. Se podría decir que esta novela es también una crónica urbana, respira talento, rabia, ironía y sarcasmo. Es una historia donde el protagonista termina convertido en algo así como un indomable can que corre libre por las calles, a la espera de que algo cambie.